sábado, 22 de octubre de 2011

Este es mi laberinto y este mi minotauro

Un día volveré la vista atrás y pensaré en todos los príncipes de la tierra. Pensaré en aquella época en que intentaba estar en todas partes, tocando todas las puertas posibles esperando a que una de ellas se abriera casualmente, invitándome a a disfrutar de mi principado particular. No sé si seguiré tan escéptica, como ahora, sobre la economía del tiempo, si es humanamente posible ir de palabra en palabra hasta terminar una novela, una biblioteca entera.
Seguro que me acordaré de aquellas veces en que me he puesto en la fila, esperando encontrar al final de ella la ventanilla para rellenar el impreso que te lleva a la grandeza. Y encontrar que era simplemente la cola del paro, un pequeño salvoconducto de 30 días para hacer con ellos lo que sea, o más bien, lo que se pueda.
Puede que al final una de las puertas se abra desde dentro y en una capilla tengan ya mis acólitos preparado el nicho, o puede que un meteorito se estrelle contra la tierra y sin mayor dilación acabe con todo, catedrales, iglesias, capillas y panteones de hombres ilustres. Tal vez al final todo haya sido para nada... pero hoy, pero en este momento, no consigo descifrar esos laberintos que te ponen delante de las puertas. Me doy de golpes una y otra vez delante de los muros, obstinada en creerme un fantasma capaz de traspasar las paredes. Doy media vuelta y encuentro una pared muy similar, la misma. Escalo como puedo para tener una perspectiva desde arriba: el laberinto es viscoso y se repliega sobre si mismo estrechando sus pasillos, su forma muy parecida a la de mi cerebro.

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