miércoles, 11 de febrero de 2009

Especie

Dieciocho horas después de haber extraído hueso, cartílago, carne y lo poco que de humanidad me queda del exquisito abrigo de la cama, sitio que en su abrazo detiene el tiempo y en cuyo exilio se revela la mortalidad asquerosa, pasadas pues las dieciocho horas, más que el rigor de la fuerza gravitacional me deja perturbada la sensación de haber pasado por largas vidas reencarnadas antes de regresar aquí.

He abrazado al mundo, sobrevolado los siete cielos conocidos, saltado de primavera a invierno en el batir de alas. Y no he muerto poco: la que tirtó al poner su pie derecho sobre el suelo no es la misma que ahora frota ansiosa su pies, uno contra otro. Hago recuento de miembros y no falta ni un meñique, pero sospecho que en cierta zona inaccesible para mi mirada algún mechón de pelo se ha tornado blanco. ¿Quién es esta extraña, quién le ha dado las llaves de mi casa, quién le contó de la caducidad, del cofre donde guardo mis ahorros? Esta que escribe no soy yo, pero eso da igual, el recuerdo me ha borrado.

No voy a gastar mi fuerza en averiguar si todavía queda algo del ser que abandonó a rastras el caldo primigenio. No lo haré porque es todavía más difícil reconocer la línea evolutiva (Querido Darwin, a ver cómo explicas esto) que trajo hasta aquí a la extraña. Serán las absurdas costumbres, probablemente, las que expliquen el desarrollo de mi especie. A la extraña le resta todavía aprender que cuando Dios la expulsó del paraíso, era en serio y para siempre.

domingo, 1 de febrero de 2009

La Cancillería Desolada

El año pasado L. pensó que lo más adecuado para una mujercita que cumplía los 29 años y que vivía la mayor parte su tiempo entre las oficinas de extranjería, siempre esperando al resolución a alguna causa, era hacerse con un voluminoso ejemplar de Casa Desolada, de Charles Dickens.

Cabe decir que los regalos de L. son siempre libros, salvo por una ocasión en que al habitual paquete de libros agregó una película de Berlanga. Los libros que L. suele darme son alarmantemente cada vez más grandes. Comenzó por una pequeña edición de bolsillo de Conrad. Y cada año los libros van haciéndose más y más grandes, sus tapas cada vez más duras, cada vez es más difícil maniobrar con ellos.

Mi lectura de Casa Desolada tiende a ser (físico) constructivista: a mi me gusta leer en la cama y con sus 1087 páginas estoy consiguiendo un abdomen de hierro, envidia de todos aparatejos para fortalecer los músculos del abdomen que venden por televisión.

(Guardo de Dickens un entrañable recuerdo: Canción de Navidad fue el primer libro que leí. Tenía siete años, comencé en noviembre y terminé en abril. Y creo que no fue una experiencia muy agradable, pero fue la primera, la demostración de que mi mente estaba preparada para el mundo de las palabras.)

Encontré casi al principio de Casa Desolada una expresión inquietante:

"¡esta es la Corte la Cancillería!, que acaba hasta el punto con el dinero, la paciencia, el coraje y la esperanza que trastorna el cerebro y rompe el corazón. No hay hombre honorable entre sus profesionales que no aconseje, que no haya aconsejado con frecuencia: '¡Es preferible sufrir cualquier injusticia antes que venir aquí!"

(trad. José Rafael Hernández Arias)


Nuestro espíritu existencialista nos invita a recapacitar constantemente en aquella expresión que Dante atribuyó a la entrada del infierno como el sitio de la desesperanza. Ciertamente cuando cruzamos el umbral que separa al mundo de nuestros trabajos, de la casa de los suegros, del corredor de la muerte, nos repetimos bajito, como una letanía "Abandonad toda esperanza".
La Cancillería de Dickens me toma por sorpresa porque no dista demasiado de esos purgatorios artificiales por los que todo extranjero debe pasar para conseguir garantizar su permanencia en el país que le acoje a regañadientas. El extranjero vive en esa "prórroga perpetua" de la que habló Sabines. En cierta manera su ser se transforma en el material de un poema inexistente. Somos conscientes de que estos nuestros cuerpos ocupan un lugar en el espacio, que respiran el aire, que sudan hombro con hombro en la labor. Pero el resto del día es una sala de espera, es ver el sol salir mientras se espera en la cola, un sentimiento de estar aislados en el desasosiego. Los cuerpos se vulneran por el filo de esos folios que rechazan, anulan, desestiman, exigen, prorrogan, requieren, conceden a veces. Sinceramente, no creo que exista en el mundo un Atlas lo suficienteme entrenado como para soportar sin doblarse los envistes del sistema, sobre todo cuando el mero volumen no es suficiente para justificar nuestra presencia.
Con todo, una de las cosas que más temo de la llegada de los treinta años son las dimensiones que tendrá el próximo libro que me regale L. A este paso el único presente admisible será la Enciclopedia Británica.