miércoles, 11 de febrero de 2009

Especie

Dieciocho horas después de haber extraído hueso, cartílago, carne y lo poco que de humanidad me queda del exquisito abrigo de la cama, sitio que en su abrazo detiene el tiempo y en cuyo exilio se revela la mortalidad asquerosa, pasadas pues las dieciocho horas, más que el rigor de la fuerza gravitacional me deja perturbada la sensación de haber pasado por largas vidas reencarnadas antes de regresar aquí.

He abrazado al mundo, sobrevolado los siete cielos conocidos, saltado de primavera a invierno en el batir de alas. Y no he muerto poco: la que tirtó al poner su pie derecho sobre el suelo no es la misma que ahora frota ansiosa su pies, uno contra otro. Hago recuento de miembros y no falta ni un meñique, pero sospecho que en cierta zona inaccesible para mi mirada algún mechón de pelo se ha tornado blanco. ¿Quién es esta extraña, quién le ha dado las llaves de mi casa, quién le contó de la caducidad, del cofre donde guardo mis ahorros? Esta que escribe no soy yo, pero eso da igual, el recuerdo me ha borrado.

No voy a gastar mi fuerza en averiguar si todavía queda algo del ser que abandonó a rastras el caldo primigenio. No lo haré porque es todavía más difícil reconocer la línea evolutiva (Querido Darwin, a ver cómo explicas esto) que trajo hasta aquí a la extraña. Serán las absurdas costumbres, probablemente, las que expliquen el desarrollo de mi especie. A la extraña le resta todavía aprender que cuando Dios la expulsó del paraíso, era en serio y para siempre.

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