domingo, 20 de junio de 2010

Esta es la habitación

Mi habitación es blanca. Un edredón blanco, armarios blancos, cortinas, escritorio, cabezal transformado en pedestal para los libros, ventilador, ordenador, todos blancos... hay unos farolitos chinos rojos que heredé que no dejan de empolvarse, ya por la falta de limpieza, ya por la falta de uso, pero han alcanzado el punto en que el polvo les da cierto carácter, un espíritu de abandono que, algún día, se volverá signo de poética melancolía, como el polvo que semi involuntariamente dejo que se acumule sobre aquella lapicera que algún día tuve sobre mi mesa en la oficina y que ahora le ha dado por coronar al televisor.

Todos coincidimos en que salvo por el espíritu de Shakespeare, de Ibargüengoitia, de Bukowski, que han buscado asilo en mis estantes, esta habitación carece por completo de personalidad. Me cuesta decidirlo, colgar un cuadro, pintar una pared ¿Y si los colores no me dejan dormir? ¿Y si me adormecen mientras trabajo? Entre una indecisión y otra, se abre la ventana y pienso ¡bien por las paredes! Tuvieran el color o la textura que fuera, se la pasarían envidiando mi cielo que da fondo a esa estampa postmoderna conformada por esa antena que, a lo largo de los años, mis vecinos deconstruyen, agregan más antenas, más estructuras oxidadas, rayos de bicicleta, cables que difícilmente la sostienen, otros que, estoy segura, son meramente ornamentales. Y una media luna gorda que a plena luz del día recibe el cortejo de dos gaviotas.

sábado, 12 de junio de 2010

El alimento de la bestia

Ahí al frente estaba, agazapado, disponiéndose a saltar, el miedo. Mis poros se ciernen, como montañas, cada uno es el filo de una botella rota intentando traspasarme la piel. En medio de la acera, donde la gente va y viene sin descanso, surge el espacio, una burbuja me rodea, los aparta, su marcha, sus voces, sus aparatos electrónicos, todo se deposita en el fondo del océano, es un murmullo hueco, ahogado en la profundidad. Cada uno de mis órganos, todas mis cicatrices, viejas y recientes, se aprietan contra la dermis, quieren traspasarla, romper cada articulación, propagarse a través del aire y dejar rendida esta envoltura, como el abrigo olvidado en el suelo al llegar a casa. Mi mente en blanco, bajo un breve haz de iluminación, reconoce que ha sido abandonada a merced de la bestia y atisba que a pesar de no haber más carnaza para alimentarla, sus dientes encontrarán aquella reminiscencia a la cual podrán aferrarse, un hueso formado enteramente de dolor.