sábado, 12 de junio de 2010

El alimento de la bestia

Ahí al frente estaba, agazapado, disponiéndose a saltar, el miedo. Mis poros se ciernen, como montañas, cada uno es el filo de una botella rota intentando traspasarme la piel. En medio de la acera, donde la gente va y viene sin descanso, surge el espacio, una burbuja me rodea, los aparta, su marcha, sus voces, sus aparatos electrónicos, todo se deposita en el fondo del océano, es un murmullo hueco, ahogado en la profundidad. Cada uno de mis órganos, todas mis cicatrices, viejas y recientes, se aprietan contra la dermis, quieren traspasarla, romper cada articulación, propagarse a través del aire y dejar rendida esta envoltura, como el abrigo olvidado en el suelo al llegar a casa. Mi mente en blanco, bajo un breve haz de iluminación, reconoce que ha sido abandonada a merced de la bestia y atisba que a pesar de no haber más carnaza para alimentarla, sus dientes encontrarán aquella reminiscencia a la cual podrán aferrarse, un hueso formado enteramente de dolor.

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